Leticia Olvera
Hay muchas infancias que se han quedado en el olvido, y otras que no se
han vivido.
Entre las calles de Bucareli y Morelos, se cuenta la de una familia sin
padre, sin madre y con la conciencia de que la vida está hecha día a día. Estos
son niños que se apropian de todos los espacios disponibles para hacer un campo
de juego. Así son los niños en la calle.
Olivia Vivanco, autora de este trabajo fotodocumental “Presencias
Ausentes”, disfruta de estas infancias compartidas y de la sonrisa que les
provoca el estar vivos y poder jugar, mientras tienen resabios de inocencia.
Egresada de la Escuela Nacional de Artes Plásticas, educó su experiencia
fotográfica en el Centro de la Imagen y después de 10 años de trabajo reconoce
su búsqueda: “la calle era lo que me gustaba, los niños eran lo que me atraía”.
Daniel es uno de estos niños que tiene como domicilio cualquier lugar en
cualquier calle, que “trabaja” por las noches y que perdió un ojo en la pelea
con un judicial. Pero Daniel aún tiene ganas de reír, Olivia lo supo y se hizo su
amiga, sin pensar en denunciar con su labor fotográfica la marginación en la
que viven él y su banda, su familia.
Dentro de la casa –abandonada– donde vivían ocasionalmente, podían dejar
de lado la coraza a la que los obliga la calle y se dedicaban a ser solo niños,
amigos que lo compartían todo, aunque fuera poco; al estar consciente de ello,
documentar estas historias también fue una manera de identificarse con una
infancia no vivida, como acepta la autora. Esta coraza se abre y se cierra, la
fotógrafa sale y entra a sus vidas, logra verlos felices, a pesar de la
constante desconfianza hacia ella.
Con la misma seguridad adquirida por los niños en la “libertad” de las
calles, Olivia trabajó con la intimidad propia y ajena para dejar el registro
de esta infancia, todos los que participan en este proyecto saben: “La calle es
cabrona, pero tenemos ganas de jugar” y son solidarios ante la violencia de las
miradas ajenas.
El trabajo fotodocumental requiere mucho compromiso; está hecho de
paciencia y de búsquedas propias a través de los otros. Olivia lo considera
visceral, porque para ella, en todos los casos, es una propuesta personal y
autogestiva; no pretende de manera particular que alguien financie o publique
su trabajo, pero sí le interesa compartirlo; nunca como una denuncia, siempre
como un acto fraterno ante esta realidad de violencia que sufren, de manera más
cotidiana, aquéllos que no tienen nada que perder.
El material fotográfico que aquí presentamos fue hecho en 1999 y aunque
quiere retomar la vida de estos niños ahora que son adultos, sabe que no será
fácil encontrarlos, porque en esta ciudad es fácil diluirse entre el miedo, la
apatía, la violencia y el egoísmo. A pesar de lo insulso que puede parecer la
vida de esta familia de niños, la autora reencuentra en ella la infancia de sus
hermanos y la suya propia.
Armar esta historia con infancias ajenas le llevó un proceso de meses,
incluyendo el trabajo de laboratorio, en el que ella encuentra otra manera de
comunicarse con sus fotografías. Trabaja por convicción, como pocos fotógrafos
en la actualidad, la película en blanco y negro; cree encontrar entre la gama
de grises mucho más de lo que le puede decir una fotografía llena de colores o
inclusive la aparente facilidad de los equipos digitales.
Olivia Vivanco tiene entre sus manos mariposas, y las hace volar para
provocar la risa de sus retratados quienes, sin duda, nos pueden parecer
familiares: basta con que voltees y observes la sonrisa de un niño.